jueves, 21 de octubre de 2010

10. El día del Señor.

Desperté en mi cama al escuchar el pequeño golpe que la puerta daba al ser cerrada. Martina ya había dejado el agua caliente preparada frente al espejo para poder lavarme y vestirme. Aunque fue difícil levantarme con media Judith como Dios la trajo al mundo encima mía, pude alcanzar ese espejo y comenzar a lavarme. Introduje las manos suavemente en el agua, que aún humeaba, y acerqué mi rostro al cuenco. Unas pequeñas gotas salpicaron en el propio recipiente al caer, y cuando levanté la mirada al espejo para mirar mi cara empapada, pude ver sus ojos clavados a los míos, reflejados en el espejo.

- Buenos días, Dom -dijo, sonriente.
- Buenos días a ti también -respondí, algo resignado.
- Parece que te has levantado de mala guisa...
- No, simplemente me estaba lavando, ¿por qué debería estar mal?
- A nadie nos gusta despertarnos por la mañana... -dijo ella, acercándose a la puerta para marcharse -a pesar de que nuestras mañanas comiencen al caer el sol, y no al levantarse...

Salió sin más de mi habitación. Aunque el agua hacía ruido, pude escuchar la leve pero aguda exclamación de sorpresa de Martina al ver a Judith, además de lo que ésta respondió. "¿Por qué te sorprende algo que ves cada mañana al despertar?". Se olvidó que hay algo llamado Vergüenza y Educación para estas ocasiones, y que por lo menos pudo haber esperado o haberse tapado.

Ese día andaba un poco extraño. Sentía que algo me faltaba, a pesar de haber podido disfrutar de los placeres de la carne. Podía presumir de morir virgen, pero supongo que no muchas personas pueden decir que hayan tenido actos de alcoba después de muertos. Por lo general, están muertos. Y yo también lo estoy.
El desayuno, por parte de Martina, no me sentó como siempre. Y tampoco las caricias por debajo de la mesa de Judith, que esa noche llevaba puesto un traje negro con detalles azules que estilizaba su figura al máximo.

- Buenas noches, amigos míos -dijo Frederick, entrando como siempre: Sin llamar -¿Qué tal habéis despertado este domingo?
- Desnuda y feliz, Frederick -respondió sin ningún pudor Judith. Martina volvió a escandalizarse al recordar la imagen y yo no pude contener un suspiro de abatimiento.
- Vaya, ¿y a qué se debe dicho despertar? -preguntó con curiosidad Frederick.
- Hoy puedo decir que Dominique es un poco más hombre de lo que era ayer.
- No creo que esas cosas deban salir de la alcoba en la que yacimos ayer, Judith -respondí enojado. En esta ocasión, por cómo actué, si se sintió dolida.
- No, Dominique. Eso es una buena noticia, ¿sabes? -dijo Frederick, acercándose a la afectada y consolándola apoyando sus manos en los hombros de la joven -acabáis de demostrarme que, además de que estáis aprendiendo a usar vuestra sangre para algo más que llorar y llamar la atención, también la usáis para recuperar vuestras funciones vitales. Incluso también me habéis demostrado que queda algo de humanidad en vosotros, cosa que muchos vástagos no pueden asegurar a día de hoy. Os felicito.
- Qué noticia... Por hacer lo indebido soy más humano... -dije entre dientes.
- ¿Indebido? -preguntó Frederick, acercándose a mí -¿Es que disfrutar de los placeres de la carne y la lujuria es indebido? ¿Es que pasar de ser un niño a un hombre es indebido?
- Estas cosas, si no son después del matrimonio, son pecado -crucé mis brazos en señal de desaprobación.
- Ah, ya sé qué te ocurre, amigo -Frederick enarcó una ceja y se dio la vuelta para dirigirse a la puerta -Ven conmigo. Tu quédate, Judith. Hoy es una noche sólo de hombres.
- Lo que me faltaba... -con esta frase, Judith se levantó de la mesa y se dirigió a la sala de estar, farfullando miles de insultos y perjurias.

Durante el camino, Frederick miró por la ventana y estuvo dubitativo. No respondía a mis preguntas del destino de nuestro viaje. A la entrada de la ciudad pude ver de nuevo a la gente caminando por las calles ataviada con sus mejores prendas. Estaban los de siempre, como siempre. Aunque ellos ya no me reconocían.
Volvimos a parar en el Duomo de Milán, y cuando bajé del carromato la puerta se cerró repentinamente. Frederick había apartado al cochero y se había puesto a las riendas del vehículo.

- Frederick, ¿qué demonios ocurre? -pregunté extrañado.
- Dom, sólo llevas cuatro noches como un ser del Mundo de las Tinieblas -dijo suavemente -y en cuatro noches has matado, has extendido la maldición de Caín por el mundo y te has entregado a los placeres de la carne. Creo que deberías hablar con el que habita en los muros del Duomo.
- El padre Domenico...
- Nos veremos después. He de hacer ciertas cosas. ¡Arre!

El carro se perdió en la oscuridad de la noche milanesa, y mis pasos se dirigieron a la Catedral. Al principio me costó varios minutos entrar, y era normal. Yo estaba muerto, iba en contra de las reglas propuestas en la Biblia y notar la fe que desprendía el lugar me hacía temblar de miedo, pero yo también tenía fe en Dios, y fue lo que me movió a entrar.
Había una persona esperando pacientemente a entrar al confesionario, con la cual quedé en dejar pasar antes que yo. Hasta que ese hombre terminó con su confesión, estuve en la primera fila, donde siempre me ponía. Recordé cómo Francesca se acercó a mí en ese mismo lugar y cómo se insinuó delicadamente. Entonces recordé que al siguiente amanecer yo había sido convidado a cenar en su casa, y pensando en cómo ingeniármelas para llegar a tiempo a la cita llegó mi turno.
Entré en el habitáculo pequeño y me puse de rodillas. Estaba a oscuras, no veía nada, pero era mejor así.

- Ave maría Purísima -dije.
- Concepita senza peccato. Pensé que no volverías nunca a este lecho, Dominique -El padre Domenico aún conocía mi voz.
- Era hora de regresar, la verdad. Toda mi vida ha cambiado desde aquel día...
- Es normal, hijo. Porque ya no tienes vida. Te dejaste llevar por los designios de Lucifer y ahora eres uno de sus discípulos.
- Padre, si fuese discípulo de Lucifer jamás hubiese vuelto a confesarme de mis pecados.
- Tienes razón, hijo mío. Cuéntame.
- En cuatro noches he hecho cosas atroces. Cosas que jamás pensé que un simple campesino podría hacer, y me siento arrepentido.
- No viniste al entierro de tu hermano. Todos tus familiares lloraron por él y tú no estabas presente para hacerlo...
- Porque yo le maté.
- ¿Fuiste tú?
- No tenía otra alternativa. Mató a otra persona, a la cual también convertí en mi chiquilla, y con la que he caído en los placeres de alcoba.
- Maldita sea, Dominique Lerroux, ¿en qué pensabas para hacer estas atrocidades? Dios debería castigarte severamente...
- Lo merezco, padre Domenico.
- Bien, ve a tu sitio de siempre y reza rosarios hasta el alba. Yo mientras prepararé la casa que dejaste para que pases la mañana allí. También hablaré con tu encargado. Pero no falles a tu palabra.
- Gracias, padre.
- Gracias a tí, hijo. Vamos, ve rápido a enmendar tus errores.

Y allí pasé la noche, rezando por mi alma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario