Salí de aquel magnífico salón de bailes con Judith de la mano. Me sorprendía ver que esa bella dama me siguiese a mí, un pobre campesino disfrazado de gentilhombre e, inexplicablemente, muerto. Porque yo lo sentía así. Sentía que mi vida ya no existía, que lo que me movía no era sino algún designio divino o pura hechicería, pero mi cuerpo sin vida se movía y actuaba con más "vida" que nunca.
Nos alejamos del barrio rico por miedo a algún tipo de represalia por parte de cualquier otro noble hacia mí, pero ella no hizo nada para resistirse. En parte, también buscaba a Frederick, pero no sé por qué motivo terminé a unas manzanas de mi antigua casa. En un callejón entre dos edificios me cobijé con ella y la puse contra la pared. Sus ojos verdes se posaron en los míos, y en ese instante mi nuevo ser comenzó a pedir aquello que uno de mi calaña necesita: Sangre.
- Por todos los santos, señor Lerroux -dijo al fin Judith, algo cansada de la caminata. Los corsés no ayudan a realizar un buen ejercicio físico - Sus capacidades físicas superan con creces a las mías...
- Siento muchísimo mis prisas y mis ganas de alejarme de aquel lugar -dije, mirando a todas partes. Las calles de este barrio eran peligrosas, y más a altas horas de la noche.
- Yo he de agradecerle que se acercase a mí -dijo ella, algo más relajada- deseaba con todo mi ser poder tenerle tan cerca como ahora le tengo.
- ¿En serio? ¿Qué diantres vio usted en mi persona?
- Es algo misterioso, señor Lerroux...
- Llámeme Dominique, por favor -sonreí
- Señor Dominique... Hay algo en usted que no deja de llamarme la atención. Quizá sean sus ojos, su rostro, su cabello... Pero no puedo dejar de mirarle.
- Que alguien como usted me diga algo así... -dije, mientras acercaba lentamente mi rostro al suyo.
Entonces, y desde las sombras, comencé a escuchar risas. Mi lento y sutil avance cesó y con un rápido movimiento protegí a mi acompañante. Con un suspiro, ésta cayó al suelo. Al notar que ya no estaba de pie, me dí la vuelta para socorrerla, pero las risas comenzaron a escucharse a ambos lados del callejón. Traté de dejar a Judith lo más cómoda posible en el suelo y me quité la chaqueta para arroparla. Entonces me percaté de que estaba rodeado.
Seis hombres, cuyos rostros no era capaz de distinguir, me rodeaban entre risas. Sólo podía distinguir el brillo de sus cortas armas a la luz de la luna.
- ¿Por qué un gentilhombre se acerca a nuestros barrios tan bien acompañado? -dijo el que parecía ser el líder entre las carcajadas de sus secuaces- este no es el burdel, mi señor...
- No le permito que vuelva a tratarme de esa manera -respondí, a la par que daba un paso hacia él. Entonces, el brillo de una de las armas se posó en mi cuello, y otros dos hombres tomaron a Judith, también apuntándola con sus armas.
- Bien, señor. Nos quedaremos con todas sus pertenencias valiosas y también con la bella dama para tener con ella divertidos menesteres. Retirad la bolsa del señor.
Cuando uno de los seis echó mano a mi cintura, decidí entrar en acción. Con un movimiento audaz y veloz me zafé de mi captor y le golpeé en la mandíbula con mi zurda cerrada. A pesar de no ejercer demasiada fuerza conseguí que cayese al suelo y que soltase su arma. Aquel que quería robarme, ante esta situación, echó mano de su cintura para sacar la daga que allí portaba, al igual que dos compañeros suyos que hábilmente se colocaron alrededor mía para tratar de inmovilizarme.
Entonces noté una furia incesante en mi cuerpo que subía a mi cabeza, un fuego interno que recorría mi columna y que alcanzó mi rostro. Entonces tomé una postura encorvada y miré a cada uno de los que ahora me rodeaban. No conseguía distinguir sus rostros, pero en ellos comenzó a surgir el miedo. También miré a los que tenían a Judith, y sintieron el miedo. Sólo el líder del grupo mantuvo la compostura y, mientras miraba a mis rivales, se lanzó con un cuchillo de menor calidad y me apuñaló.
Ese fue el instante en el que yo pude saber que no era normal, que no estaba vivo y que lo que me movía era una fuerza magnífica: El cuchillo cortó mis ropas y alcanzó mi piel, pero al contacto con ésta la punta se dobló y todo el cuchillo se partió. La hoja doblada cayó a mis pies y el líder del grupo, asustado, dejó caer el mango de lo que quedaba de su arma.
- Marchaos ahora y os dejaré con vida, rufianes -susurré. Quizá no me escucharan, pero todos entendieron mis órdenes. Uno de los captores, con un último atisbo de valentía, apuñaló en el cuello a Judith.
Salió corriendo y miró hacia atrás pensando que estaría ahí, pero al volver la espalda yo ya no estaba ahí, sino en la trayectoria de su carrera.
- Desgraciado, ¡malnacido! -grité mientras levantaba a mi próxima víctima en vilo. Cuando la luz de la luna se proyectó en su cara, pude ver su rostro, y él pudo ver el mío.
- Dom... ¿Eres tú? -las lágrimas cubrían el rostro de aquel que iba a morir en mis manos, pero al cual dejé en el suelo.
- Antonio...
Antes de que pudiese gesticular palabra alguna, el extraño me abrazó y sonrió.
- ¡Hermano mío!
- Aléjate... Por favor, aléjate -supliqué mientras temblaba. Algo en mi interior quería acabar con él.
- No puedo alejarme ahora que te he encontrado. ¿Esto es por lo que te despediste de nosotros? Maldita sea, Dom, somos campesinos, no estamos entrenados para la opulencia de la vida cortesana...
- Antonio, por Dios y sus apóstoles... Vete de aquí -repetí, ahora haciendo latente mi poco control sobre mí mismo.
- No seas así, hermano. Esa ramera cortesana merecía una buena puñalada, ¿no crees? Ha sido bueno que la trajeses hasta aquí...
Y, con mis propios colmillos, degollé a mi hermano.
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